El «big bang» del cristianismo
Hace cerca de 2.000 años, alrededor del año 30 de nuestra era, tuvieron lugar unos acontecimientos que cambiaron la historia de la humanidad. En Jerusalén, una zona periférica y pobre del Imperio Romano, fue ejecutado un tal Jesús, un profeta de Nazaret.
Una crucifixión como aquélla era algo absolutamente normal en una región en la que, además de los delincuentes comunes, abundaban los rebeldes contra Roma y no faltaban los predicadores que molestaban a las autoridades religiosas judías. De hecho, poco antes había muerto uno de esos predicadores, un tipo estrafalario e incordiante que bautizaba a sus seguidores en el Jordán, y junto con Jesús fueron ejecutados dos ladrones.
Tanto para los romanos destinados en aquel rincón del mundo como para la población local, el hecho no tenía nada de extraordinario. Y sin embargo, pocos años después, el reducido grupo de seguidores del profeta crucificado se había convertido en una amenaza para el Imperio; tanto como para que fueran reconocidos y perseguidos con saña por el poder de Roma. Había nacido el cristianismo.
El cristianismo es un pilar esencial del mundo actual, impregna la cultura, el arte y el pensamiento de Occidente; y es la religión de un tercio de la humanidad; como tal, su historia es bien conocida. Pero, curiosamente, se sabe muy poco de su momento fundacional. Se conoce bien la vida de Jesús y el desarrollo posterior de la iglesia que se basa en él.
Pero el momento en que todo comienza, el big bang del cristianismo permanece envuelto en la bruma. Ese momento no es otro que el de la resurrección, el período que va desde el apresamiento de Jesús hasta su marcha definitiva de este mundo (lo que, en la tradición cristiana, se conoce como la Ascensión), los 42 días oscuros en que el cristianismo da su primer vagido.
Éste es el tema del libro «42 días, Análisis forense de la crucifixión y la resurrección de Jesucristo», el análisis minucioso de la muerte, resurrección y posteriores apariciones de Jesús; unos hechos absolutamente extraordinarios, porque, ocurriera o no la resurrección, hubo personas que creyeron en ella, y esa creencia se extendió por todo el mundo y cambió la Historia.
Una tesis atrevida
La tesis central de esta obra, cuyo autor es médico forense, es que Jesús no llegó a morir en la cruz. Sufrió un coma superficial que le llevó a padecer una muerte aparente. Dado por muerto por los soldados romanos, fue descolgado de la cruz y llevado al sepulcro de José de Arimatea, como cuentan los Evangelios.
La propia acción del descendimiento tuvo efectos rehabilitadores; al tumbar el cuerpo, se redistribuyó mejor la sangre y se facilitaron los mecanismos respiratorios. Luego, en el sepulcro, los productos que le aplicaron para lavar y preparar el cuerpo para la sepultura (áloe y mirra), tuvieron efectos terapéuticos (cicatrizantes, hidratantes, antipiréticos y otros, efectos todos propios de esos productos), y Jesús revivió.
Más que una resurrección como normalmente se entiende, como retorno de la muerte, se trató de una resucitación biológica, un fenómeno en el fondo natural, pero extraordinario por el cúmulo de circunstancias que coincidieron en él.
Fue extraordinario que Jesús no muriera en la cruz, máxime con todas las torturas que le habían infligido anteriormente; sin embargo, no era algo totalmente imposible, el historiador Flavio Josefo registra algún caso semejante en sus escritos. Otras circunstancias (la prisa de los discípulos, motivada por el miedo y por la proximidad del sábado, durante el que no podría hacerse nada) contribuyeron a lo excepcional del suceso.
Ese cúmulo de casualidades constituye para el autor un verdadero milagro. A este respecto, recuerda la escena de una antigua película en la que un grupo de mujeres rezan, emocinadas y convencidas de hallarse ante un milagro, a los pies de una imagen de Cristo de cuyos ojos caen lágrimas. Alguien le hace notar al cura de la Iglesia que las lágrimas no son sino gotas de agua que escapan de una cañería picada que se encuentra justo encima del Cristo. Pero esa coincidencia, viene a decir el cura, ¿no es acaso el milagro?
La muerte y supervivencia de Jesús, afirma por su parte Miguel Lorente, es un milagro de ese tipo. Y no hay contradicción entre los hechos históricos, tal como él sostiene que fueron, y la idea de la resurrección como comúnmente la entienden los cristianos. Jesús venció a la muerte en unas circunstancias prácticamente milagrosas, y al reencontrarse con sus discípulos, éstos interpretaron como resurrección aquella resucitación biológica.
Los hechos históricos y la fe confluyen en ese momento maravilloso.
Una investigación minuciosa
Esa tesis, que puede expresarse en pocas palabras, está ampliamente justificada y documentada en el libro. Miguel Lorente parte del testimonio más sólido de la pasión de Jesús, la Sábana Santa de Turín.
En su opinion, la Sábana es auténtica (las dataciones que sitúan su origen en siglos posteriores pueden explicarse por los avatares históricos sufridos por la tela: el efecto del fuego y del agua, contaminaciones orgánicas, incorporación de materiales extraños), y es la que envolvió el cuerpo de Jesús no en el momento del descendimiento de la cruz, sino posteriormente, al ser tendido en el sepulcro para ser lavado.
Tomando, pues, a la Sábana Santa como la prueba principal de los hechos (las heridas que refleja coinciden exactamente con las que, según los documentos históricos, sufrió Jesús), un análisis minucioso, desde el punto de vista médico forense, arroja conclusiones sorprendentes.
Lo que nos dice la imagen de la Sábana Santa es que el cuerpo que fue envuelto en ella no era el de una persona fallecida. Hay dos grupos de razones que avalan esta conclusión: no hay signos de muerte en ese cuerpo, como la rigidez cadavérica y otros, y hay señales de vida, como las características de las manchas de sangre o la posición de las manos
El contexto de la crucifixión; religión y política
Alrededor de esta tesis central, tan estimulante como provocadora, el autor analiza también un buen número de cuestiones relativas a la pasión y muerte de Jesús. Se refiere, por ejemplo, al ambiente caracterizado por la tranquilidad militar y, a la vez, por una cierta inquietud religiosa.
Es en ese contexto en el que Jesús es recibido triunfalmente en la ciudad; un Jesús que traía una palabra nueva: frente al ritualismo en que estaba anquilosándose la religión judía, él traía un mensaje de amor y de vida; no era la religión la que se convertía en una forma de vida, llenando a ésta de normas y preceptos, sino la vida la que se convertía en una forma de religión.
Ese mensaje atacaba directamente a la aristocracia sacerdotal judía que llevó a Jesús ante Pilato; pero hubo también una participación activa, un interés directo de las autoridades romanas para eliminar a aquel personaje aclamado por las masas. Las acusaciones de tipo religioso y las de tipo político estuvieron entreveradas en el juicio de Jesús.
La cruz: símbolo y realidad
La muerte en la cruz tenía una intención y un significado muy claros. Era la forma más cruel de dar muerte, y tenía la intención de humillar al condenado y de borrar de raíz su recuerdo; el suplicio era tan espantoso que a los familiares y seguidores del ejecutado sólo les quedaba la posibilidad del olvido para superar el trauma.
Por parecidas razones, los primeros cristianos no emplearon el signo de la cruz, que no aparece hasta el siglo IV. En los primeros siglos, son otros símbolos más ligados al mundo judío, como el pez, los que dominan en la iconografía cristiana.
Por su parte, la iglesia posterior no ha hecho mucho hincapié en el sufrimiento físico de Jesús. Al contrario que en la película de Mel Gibson, la iglesia ha preferido subrayar los elementos simbólicos, el triunfo de la redención, por encima de la sangre y las torturas.
El autor se detiene también en un aspecto que no siempre, o no para todo el mundo, está claro: ¿cómo se muere en la cruz? ¿qué procesos provocan la muerte de un crucificado? «Todavía no se conoce con exactitud ni hay una posición unánime por parte de los científicos para explicar el proceso fisiopatológico que conduce a la muerte por crucifixión», escribe Miguel Lorente.
En todo caso, hay tres causas que pueden explicarla: la asfixia, el shock hipovolémico por pérdida de sangre y el shock traumático. Explica también el autor que, frente a la iconografía habitual, los clavos no se colocaban sobre las palmas de las manos, sino sobre las muñecas, para impedir que el cuerpo se desprendiera.
Los días oscuros
Recuperado del tormento en la cruz en las circunstancias descritas, la curación de Jesús prosiguió en algún lugar al cuidado de unos pocos discípulos. Esos días, hasta su desaparición definitiva, permanecen en la oscuridad casi absoluta; guardan, sin embargo, dice el autor, «gran parte de las claves del cristianismo».
Según los Evangelios, Jesús tuvo algunos encuentros con los apóstoles. Éstos habían permanecidos escondidos y asustados a raíz de la crucifixión, y cuando vuelven a encontrar a Jesús revivido, su reacción se caracterizó más por la incredulidad y el temor que por la esperanza y la alegría.
Quizá pesó sobre ellos el miedo a que les acusaran de la desaparición del cuerpo (algo que habían anunciado las autoridades judías); el caso es que no reaccionaron como cabía suponer ante lo que era el cumplimiento de una gran esperanza. Siguieron ocultos y dispersos; el arresto de Jesús actuó com un hachazo sobre lo que había sido un grupo unido y homogéneo.
Así, las apariciones de Jesús se produjeron «en circunstancias y en un estado muy distinto al reflejado en los Evangelios».
De todas formas, aunque pesaran más en ellos el miedo y la desesperanza que la alegría por el encuentro, hubo algo que entendieron claramente: si Jesús había muerto y ahora estaba vivo es que había resucitado.
La resucitación biológica de Jesús, que fue un proceso natural, fue vivida como una auténtica resurrección por los apóstoles. «Sin las apariciones y la consecuente fe en la resurrección habría sido difícil, tal y como transcurrieron los acontecimientos, que sus discípulos se hubieran vuelto a unir para formar una comunidad cristiana».
Los 42 días se prolongaron así «hacia la luz de los primeros rescoldos del movimiento cristiano». Un movimiento cuyo desarrollo a lo largo de los siglos, partiendo de aquellos orígenes inciertos, tiene también algo de milagroso en el mismo sentido en que fueron milagrosos los hechos relatados en este libro, hechos inexplicables, naturales y excepcionales a la vez, pero capaces de desencadenar unas consecuencias extraordinarias.
Miguel Lorente (Almería, 1962), doctor en Medicina y Cirugía, es médico forense y profesor asociado de Medicina Legal en la Universidad de Granada.
Por su experiencia y su amplia formación ha sido pionero en el estudio de la agresión a la mujer desde un punto de vista científico, pues la definió como un síndrome; también ha participado como experto en diferentes comisiones del Congreso y del Senado sobre violencia de género y prostitución.
Desde esta perspectiva ha llevado a cabo trabajos como Síndrome de agresión a la mujer, premiado por la Real Academia de Medicina y Cirugía de Granada, o Agresión a la mujer: maltrato, violencia y acoso, obra revolucionaria por su tratamiento médico-legal, jurídico, social, policial y sanitario del tema.
Esta faceta, culminada en el libro ‘Mi marido me pega lo normal’, se combina con otra línea de trabajo fundamentada en la identificación humana por medio del estudio y del análisis del ADN, que lo ha llevado a colaborar con el FBI y a estudiar los restos de personajes históricos como Blanca de Navarra, el príncipe de Viana o Luigi Pirandello, siempre con la intención de integrar el análisis de las causas sociales que hacen necesaria la aplicación de estas tecnologías en la resolución de los casos; de ahí su interés por la violencia y por las conductas humanas envueltas en ella.
En esta línea comenzó su investigación sobre las agresiones y circunstancias que envolvieron la tortura y la crucifixión de Jesús, cuyo resultado presenta en este libro.
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Fuente:
http://www.ikerjimenez.com/especiales/42dias/index.htm